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Viernes, 23 Noviembre 2018 10:17

Traducción y censura

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Una cosa es lo que se piensa, otra lo que se siente, una muy distinta lo que se dice y otra diferente lo que se traduce. A lo largo de la historia, multitud de escritores se han visto obligados a exiliarse o adaptarse a medidas restrictivas, mientras que muchas de sus obras eran destruidas o se modificaban determinados fragmentos. Es aquí donde el traductor cumplía una labor fundamental.

Ya en 1586, Felipe Mey reconoció que en la traducción de Las Metamorfosis de Ovidio «había callado alguna cosa por respeto de la honestidad o de nuestra religión». Y es que el humanista realizó una adaptación cristiana tanto de los personajes como del contenido, cambiando incluso el sentido del texto o el pensamiento filosófico. Para justificar dichos cambios, algunos traductores se amparaban en su supuesta «comunicación directa» con Dios. Tal es el caso de un integrante de la orden de San Jerónimo que, en 1533, tradujo al castellano la obra Spill de la vida religiosa para «corregir los vicios que en esta obra andaban» puesto que, según él mismo afirmó, «Nuestro Señor» así se lo dio a entender.

Los traductores ejercían también – o, al menos, así se denominaban ellos – como correctores de estilo. Y esto es precisamente lo que hizo Diego de Cisneros cuando, entre 1634 y 1636, tradujo los Essais de Montaigne. Según él, su traducción eliminaba las «proposiciones malsonantes» y, de este modo, conseguía que Montaigne no se mostrase ante los lectores como un «autor de deshonor». La época en la que se realizó esta traducción puede llevarnos a pensar que esta decisión tuvo su origen en las amenazas de la Inquisición. Sin embargo, fueron tanto los autores que defendieron esta postura (entre ellos, Erasmo de Rotterdam) que no cabe duda de que traducir censurando era una práctica humanista y europea.

Siglos después, en España, durante la época franquista, existió un tipo de censura denominada censura positiva. A pesar de que no había unas reglas establecidas, se transformaban las obras teniendo en cuenta las bases ideológicas del régimen (tradicionalismo, catolicismo, nacionalismo, etc.) hasta el punto de que se convertían en un producto totalmente distinto que había perdido toda su esencia. De este modo, pasaban a ser una nueva herramienta de propaganda y adoctrinamiento. Se conocen traductores que, por su ideología republicana, fueron incluidos en la llamada «lista negra». Uno de los ejemplos más reseñables de la censura franquista fue la traducción de la novela estadounidense El guardián entre el centeno.

Afortunadamente, en la actualidad, prima la libertad de expresión y poco queda de esa práctica. Sin embargo, sigue llamando la atención la fuerte presencia de la autocensura por parte del propio traductor. Ya sea de forma consciente o inconsciente, la realidad es que se tiende a suavizar los textos, evitando cualquier palabra malsonante o sexual que pueda causar una impresión negativa en el lector, lo cual no es nada acertado pues se anulan las sensaciones que pretende transmitir y provocar el original.

El tema de la censura es interminable y aún queda mucho trabajo por delante, como, por ejemplo, traducir y editar obras que en su día se alteraron, como ya hizo el traductor arabista Emilio García Gómez, quien tradujo la obra Yawmîyât nâ’ib fî-l-aryâf (Diario de una fiscal rural) a partir de su primera edición pese a que esta había sido expurgada, o investigar los distintos casos de censura que han tenido lugar a lo largo de la historia de la traducción. Debemos conseguir que esta práctica quede en el olvido.

Escrito por Ana Gutiérrez González

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